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lunes, 23 de julio de 2012

UNA HISTORIA CUALQUIERA: ANA



Mi inocencia, mi inocencia no la recuerdo. Ésa es como una palabra de broma para mí. Recuerdo que Carlos decía que sabemos cuán dañados estamos cuando creemos que los niños saben lo que hacen, comprenden todo pero se hacen “mensos” para lograr sus objetivos. Cuando se declara maquiavélico a un niño, es que la inocencia es irrealizable para el alma, pues de ellos se desprende el concepto.

En una ocasión creí en los cuentos de hadas y jugué por un momento a ser princesa, ahora sé que no era inocente, era ciega, estúpidamente ciega. Al día siguiente oí a Martha, mi tía, decir que las mujeres nacimos para sufrir. Creí que debería significar que sufría en ese preciso momento, por el simple hecho de ser mujer, pero yo no sufría, esa es la verdad, sólo existía. ¿O será que no sufría porque no era mujer? No todavía y cuando lo fuera, el dolor comenzaría. Porque parece ser el objetivo femenino, pero yo no lo buscaba, no nací para eso, me dije.

Los siguientes años pensé poco en ello, aunque el pensamiento casi tomaba forma cuando mamá me halaba fuertemente el cabello al peinarme, para que estuviera “bonita”, aunque papá decía que yo era tan hermosa, incluso cuando yo estaba peor que un cerdo de tanto jugar entre gastronomía de lodo. Era mi madre a la que parecía desagradarle mi suciedad, era ella la exigente para que acentuara mi belleza, Raúl, mi hermano siempre ha sido feo y a nadie parecía importarle.

 Pronto aprendí también que debía limitar mi cuerpo de modo artificial, podía ganarle a Raúl con una mano en la cintura, pero parecía estar mal, se burlaban de él cuando lo apaleaba y decían: “¡Cómo te gana una mujer!”, como si algo tan insignificante como yo no pudiera realizar tal proeza. A parte, mis piernas debían estar más cerca de lo que les era natural, debía comer menos de los que mi cuerpo requería, usaba menos palabras de las que conocía, negaba malestares físicos en público, debía ocultar algunos sentimientos; me unían a las niñas en el juego como si los niños tuvieran sarna o algún talento especial para estar cerca de mí, poco después, ellos me empezaron a rechazar por “débil” y no era nada de eso, sólo no tenía práctica. Insisto, no era inocente, era estúpida, no veía lo evidente.


Un dolor muy fuerte me despertó una mañana, lo siguió un evento que se repetiría casi sin interrupción cada mes de casi toda mi vida. Mamá dijo que ya era una mujer, “Las mujeres nacimos para sufrir”, resonó en mis oídos un ferviente “Te lo dije”. Era mujer y sufría, este fenómeno parecía inevitable, inherente, parecía cierto.

Después sufrí más porque no me convertía velozmente en “toda una mujer”, o no tanto como otras, unos botoncitos ridículos surgieron en mi pecho, las mujeres se rieron de mí, los hombres ni me miraban. Erupciones poblaron mi rostro y las mujeres miraban, los hombres lo evitaban. Sufrí por la falta de miradas, las de deseo y las de aprobación o la abundancia de otras. Una afirmación de parte de las personas era por lo que vivía. Así es que fui una “buena niña” cuando me aparte de los niños y de su forma inapropiada de ser para mis genitales; luego fui una “buena señorita” al ser lo suficientemente discreta para atraer a los hombres sin parecer una prostituta, una línea muy delgada, por cierto, de la que hay ojos juzgando en las rendijas, como esperando a que, y confiando en que, cometas un error. Parecía ser que cualquiera sabía cómo debería ser mi vida mejor que yo misma. Aprendí a mentir, mentía a los demás de ser quien no era, de sentir lo que no sentía, de creer lo que no creía, hasta que lo creí. Me creí la mentira. Ser mujer era mentir… y sufrir.

Escuché por ahí que ya estaba en edad de casarme, después que ya estaba muy grande y no lo hacía. Una desesperación me anegó, parecía que tenía fecha de caducidad y yo no encontraba los números en mi piel. Temí que alguna mañana alguien simplemente me dijera que estoy descompuesta y me tiren a la basura. Sabía que no me matarían, pero no quería saber qué ocurriría con las mujeres caducas.

Me casé con Carlos, un hombre que parecía convencido de que también era su hora. No podía buscar mucho, la búsqueda es impropia; así que el matrimonio era más bien una apuesta. “Que no me salga malo” recé y mamá coincidió en que eso debía hacer. Yo no creía que eso fuera lo mejor, pero lo que decían que ocurría si no lo hacía parecía peor. Tan buena mentirosa fui que disfruté la boda, las páginas de sociales, hasta mi sonrisa parecía auténtica. Me convencí de lo que pasó esa noche lo deseaba, me dije que no estuvo tan mal, me dije que no estaba mal. De manera automática, como si al decir “Abracadabra” (en este caso: “Marido y mujer”) el cobre se convirtiera en oro (y él en mi dueño). Las palabras que no podrían detener el avance inminente de una avalancha, hace algo increíble con las convicciones de los humanos. Las palabras transforman lo que somos, aunque no nos afecten físicamente. Entonces tuve dueño.

Mi tiempo se restringió, mi lugar se limitó, mis actividades se cotidianizaron y requerí permisos, incluso para ver a mis antiguos permisionarios. Él comenzó a llegar más tarde, sin explicaciones y yo perdí la voz, creo que nunca la tuve. Sus dictámenes me afectaban, mis súplicas eran opcionalmente escuchadas. Me dijeron que era normal. ¿Normal? Normal era respirar, comer, ¡cagar!, perdón… pero no negar a alguien, no aceptar tu no existencia. Para colmo, sentí un dolor en el vientre y cómo bajaba aquello que me recordaba que era mujer.

El médico dijo que ningún dolor es normal, es una forma en que el cuerpo da cuenta de que algo no anda bien. El dolor no es normal, me repetí, “las mujeres nacimos para sufrir”, para sentir dolor, para no ser normales, para negar nuestra naturaleza, como si nos pusieran en un molde de “mujer ideal” presionaran y se cortara el resto, lo que no sirve. Quizá así sea, pues así dolía ser “normal”. La mujer no es normal, pero todas nos consideramos mujeres “normales”, que sufrir es nuestra naturaleza.

“Eres la esposa, mientras siempre vuelva contigo, que se acueste con las que quiera”, ¿Y qué hay con aquellas mujeres? ¿Son como demonios con cuerpo de mujeres? Si no ser “normales” las hace ser más felices, ¿por qué no todas somos así? Si aún así se sufre, ¿no existe una manera de ser que traiga la felicidad? Si las mujeres estamos condenadas al sufrimiento, ¿por qué no nos proporcionan eutanasia desde el nacimiento? Hasta a los perros se la dan cuando sufren demasiado. Sabiendo esto, ¿Dios condenó el suicidio porque la felicidad femenina (en la muerte) comprometía la existencia de la humanidad?

Ayer lo vi con ella, mi corazón se partió y recordé que nací muda. Regresé a casa y comencé a beber, buscando una respuesta entre toda mi historia. Ahora que llegué de nuevo al presente, vuelve a mi mente algo que hice de niña. Mi hermano Raúl me molestaba, desde que tuvo más fuerza física que yo disfruta demostrándomelo a la menor provocación. Lloriqueé con mi padre y me dijo: “Dale una lección tan fuerte que no le queden ganas jamás de volver a hacerte sufrir, pero Ana, recuerda comportarte como una dama”. Yo quería golpearlo con algún objeto contundente, pero eso no es de damas. Así que corrí el rumor de que creí verlo usando zapatos de mujer, sólo abrí discretamente la boca, el mundo hizo el resto. Nunca me volvió a molestar, pero trajo algunos problemas adversos y daños colaterales, como el regaño y decepción de que un chisme es de viejas, empero no de damas; ¡qué difícil es complacer al mundo! Mis soluciones de dama nunca acababan con el problema por completo y siempre creaban problemas nuevos. La solución de problemas siempre trae por consecuencia nuevas dificultades, casi siempre más pequeños (me dije mientras movía en círculos el vino más caro de mi reserva, su reserva). Si el problema central desaparece por completo, los otros valen la pena y es rentable el proyecto.

Tomé la pistola que mi amado esposo guarda siempre en una caja bajo llave, porque soy tan estúpida que podría hacerme daño, pero él es tan tonto que la llave está otra caja no bien oculta… Sentada en un caro y mullido sofá, espero paciente frente a la puerta principal, tomando una copa más… Escucho su voz y sus pasos acercarse, miro con paciencia como es que la cerradura comienza a animarse y siento en el pecho la primera sensación de seguridad en la vida, la primera vez que tengo certeza de algo, de hacer lo correcto, de que los problemas que se avecinan no podrían superar jamás a lo que estoy a punto de solucionar. El dolor es opcional, las formas de solucionarlo no siempre son gratas. Por fin siento cómo una herida comienza a cerrar, sin que una nueva se abra. Inocencia, la inocencia es cosa de niñas, es un lujo que no me puedo permitir. La inocencia es dejarse fluir, yo nunca pude ser libre… Hasta ahora.

—Hola querido…

All by Sergio Vergara

Ve esta reflexión sobre el cuento de Ana.

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1 comentario:

  1. EXCELENTE!!! ES LA HISTORIA DE MUCHAS,ME ATREVERIA A DECIR D TODAS. MUY TRISTE,PERO MUY REAL.

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